viernes, 28 de septiembre de 2012

I ANIVERASARIO

Como viene siendo habitual en los últimos años, el otoño llega sin previo aviso. De repente, ese agradable frescor de los anocheceres de septiembre comienza a ser un poco más molesto, el verde de las hojas adquieren ese color que le da ese tono dorado que caracteriza al paisaje otoñal, la luz del atardecer se desvanece antes, como si tuviera prisa por marcharse a cualquier otra parte, y una indescriptible sensación de melancolía, algo más parecido a la saudade portuguesa, comienza a instalarse en nuestras vidas. Esto es la rentrée de todos los años, ese momento en el que el cálido verano se despide hasta el próximo año, y con las primeras lluvias, milagrosamente todo nos parece nuevo otra vez, o al menos, lo intentamos. De este modo, este último trimestre del año se nos descubre como un cuaderno virgen en el que intentamos ir llenándolo despacio, con buena letra y mejores propósitos.




Hace precisamente ahora un año, contagiado por esa estimulante sensación que te anima a hacer cosas nuevas, comenzaba este cuaderno particular que es Bibliotropismos. Por él también ha pasado el tiempo, del mismo modo que por el que llevo a todas partes. Cuando tuve que crearme un perfil que me definiera, ya os contaba que siento una predilección especial por los cuadernos. Siempre llevo uno a todas partes, y en ocasiones más de uno, en él que voy anotando los libros que me interesan y que después leeré, las citas o aforismos de otros autores, y que luego pasarán a formar parte del Cuaderno de Notas, mis opiniones sobre las lecturas que llevo a cabo, nuevos poemas que descubro, o ideas que como chispazos surgen en el momento que menos te lo esperas, aunque eso sí, casi siempre leyendo, y que luego se convertirán en posts en este blog.



Después de un año he realizado unos pocos cambios, a menudo la monotonía y la parálisis son compañeras del aburrimiento. Lo cierto es que las modificaciones son pocas. He cambiado la cabecera y creado nuevas páginas para una mejor clasificación. En ellas podéis encontrar, por una parte, el Cuaderno de Notas que cada vez va teniendo más páginas, y por otra, un espacio donde he ido agrupando las opiniones sobre los libros que voy leyendo y que he llamado simplemente Mis Lecturas. Estos son los cambios fundamentales, pero seguramente que con el tiempo vaya introduciendo alguno más.

Y después de este primer año no puedo más que agradecer a todos lo que me seguís y vais enriqueciendo con vuestro comentario y reflexiones este espacio. Espero que me acompañéis durante los próximos 365 días en los que continuaré escribiendo de libros, lecturas y bibliotecas.






martes, 25 de septiembre de 2012

POR EL LIBRE ACCESO A LA INFORMACIÓN


Para aquellos cuya formación académica se basaba en la fotocopia de apuntes, artículos inencontrables que el profesor dejaba en la copistería, o el préstamo de libros en la biblioteca de la facultad, nos deja totalmente pasmados las posibilidades que nos ofrece internet: bibliotecas virtuales, repositorios de las universidades, campus virtual, etcétera. Todavía recuerdo con desdén como en el último curso de la carrera el profesor que impartía la asignatura de Poesía Modernista nos recomendaba en la bibliografía un libro fundamental para aprobar la asignatura. Evidentemente, lo primero que hicimos mis compañeros y yo fue acercarnos a la biblioteca de la facultad y pedirlo prestado. Y así lo hicimos unas cuantas veces, pero siempre que preguntábamos por él, el  bibliotecario nos contestaba lo mismo: “ese libro está prestado”. Como mi afición bibliótropa viene de lejos, hice unas cuantas averiguaciones, llamé a la puerta de más de un departamento hasta que finalmente di con él. El libro en cuestión lo tenía el mismo profesor que lo había recomendado, pues ya que el grueso de la asignatura y las tesis principales defendidas por este astuto profesor se basaban en ese libro, lo tenía retenido sine die en su despacho para que de ese modo no nos pudiéramos perder ninguna de sus memorables clases.

Hechos como éste seguro que siguen sucediendo hoy en día, profesores ladinos siempre los ha habido y los habrá, pero con las posibilidades de acceso a la información que supone la red resulta más difícil. Afortunadamente, cada vez son más numerosas las acciones políticas y legislativas que defienden y autorizan el uso y distribución de obras huérfanas cuando, obviamente no se hayan localizado a los autores o sus herederos respectivos. De esta manera se pone al alcance de todo aquel que lo quiera o necesite un gran fondo bibliográfico sin incurrir en graves delitos que atenten contra la propiedad intelectual, y sin estar sometidos a las amenazas de quien, supuestamente, ostentaban los derechos de representación. Iniciativas de este tipo contribuyen a dar valor lo que en origen no era más que un rimero de libros y papeles polvorientos perdidos en las profundidades de los archivos o bibliotecas. 


viernes, 21 de septiembre de 2012

LA NOCHE DEL ORÁCULO


Hay libros que quisiéramos que no terminaran nunca, que sus historias, personajes y escenarios continuaran más allá de la última página. La noche del Oráculo, de Paul Auster, es para mí uno de esos libros: su historia y sobre todo Brooklyn permanecen ya muy dentro de mí; y no porque haya vuelto de nuevo con la lectura de Llámame Brooklyn de Eduardo Lago, cuyas semejanzas van mucho más allá del simple escenario, y de las que ya comentaré, sino porque las experiencias narradas, la música, la comida, el ambiente, y sobre todo Brooklyn y sus calles, ya forman parte de mi cartografía particular.

La trama argumental de La noche del Oráculo es muy sencilla: la relación triangular, con sus intrigas y desmanes, del escritor Sidney Orr, su esposa Grace y su colega John Trause. Sin embargo, la novela de Auster es, afortunadamente, mucho más que eso. Alrededor de esa simple excusa literaria se vertebran otras historias que salen y entran al texto con una dinámica vertiginosa; historias dentro de historias que cuentan otras historias y que se relacionan como espejos enfrentados.

Ante tal maraña, una de las cuestiones principales que subyace no es otra que una cuidada y acertada reflexión sobre el proceso de empezar a escribir:

“Puse un cartucho de tinta en la pluma, abrí el cuaderno por la primera hoja y me quedé mirando la primera línea. No tenía ni idea de cómo empezar. El objeto del ejercicio no consistía en escribir algo concreto, sino en demostrarme a mí mismo que aún era capaz de escribir: lo que significaba que no importaba tanto lo que escribiera como el hecho de escribir algo. Cualquier cosa hubiese servido, cualquier frase habría sido enteramente válida, pero aun así, no quería empezar el cuaderno con alguna estupidez, de modo que me quedé a la expectativa frente a la página cuadriculada, mirando las hileras de tenues líneas azules que se entrecruzaban en la blancura del papel convirtiéndolo en un campo de diminutos e idénticos cuadrados, y mientras dejaba vagar mis pensamientos por aquellos recintos tan finamente trazados recordé una conversación...”

El pretexto que utiliza Orr para terminar con esa terrible sensación para un escritor como es la imposibilidad de escribir, no es otro que el pasaje de El halcón maltés, de Hammett, en el que Flitcraff, tras salvar su cuerpo en un accidente, decide cambiar el rumbo de su vida, aceptando la manipulación del azar. Y así surge la novela dentro de la novela: Orr, a imitación de Flitcraff, crea el personaje literario de Nick Bowen, un editor neoyorquino, que recibe un manuscrito perdido hace unas décadas, de la enigmática escritora Silvia Maxwell, La noche del Oráculo, quien después de salvarse de morir de milagro decide abandonarlo todo por completo, para empezar de cero otra vez, por lo que toma el primer avión que sale de Nueva York, y termina llegando a Kansas City. Así que, por una parte, nos encontramos ante la ocurrido al fugitivo Nick Bowen, que, además, se lleva consigo la misteriosa novela de Silvia Maxwell, y por potra, la historia personal de Orr, narrada en primera persona,  y otros relatos, como el guión cinematográfico que tiene que escribir para conseguir el dinero que necesita.

De ese modo el lector va entrando y saliendo, sin apenas darse cuenta, de una y otra historia, pasando de un plano “real”, la historia del escritor bloqueado, Orr, a uno “ficcional”, la del editor Owen, de tal modo que ésta última va adquiriendo tal consideración en el devenir de la narración, que, al final, lo que no es más que un ejercicio de composición, un intento de volver a escribir, la historia de Nick Bowen, puede resultar incluso decepcionante, ya que, ante la incapacidad del escritor de darle una solución real a la ficción narrativa, se queda estancado y no sabe cómo resolverla, por lo que nosotros nunca sabremos cómo termina ese relato. Creo que este hecho en sí, no tiene más importancia que corroborar esa idea expresada anteriormente del bloqueo narrativo, que el personaje creado por Orr salga o no de ese cubículo es intranscendente, lo verdaderamente importante es como Auster nos muestra el proceso creativo literario y como muchas veces, una historia que aparentemente se muestra como sólida, se va desmoronando ante el rumbo que van tomando los hechos.  Al fin y al cabo, el terminar un relato la mayoría de las veces no es más que un tributo que hay que pagar para hacerlo verosímil. De ese modo, lo que nos queda es la narración pura sin la servidumbre de la coherencia que exige la realidad.

A todo esto además hay que añadir las trece notas al pie de página, un recurso tan académico que  también duplican la novela, oponiéndose como contrapunto textual o paralelo narrativo. Sin embargo, Auster transforma el lugar de la nota al pie pues no son frases aclaratorias en letra menor, sino textos narrativos con identidad propia, lo que quizás nos lleve a preguntarnos por qué no incluyó estos párrafos dentro de la historia principal.



Y esto sólo en cuanto a lo referente a la estructura narrativa, una de los grandes valores de la novela, pero La noche del Oráculo, no es simplemente una  novela técnicamente perfecta, sino que pertenece a ese tipo de novelas que son necesarias leer con un lápiz y un cuaderno al lado para ir tomando nota de todas las referencias culturales que cita, como las del pintor favorito de Beckett, Hammett o Wells, cuya opinión sobre la posibilidad de viajar en el tiempo merece una atención aparte, las atinadas reflexiones sobre la vida de los escritores, de verdaderos escritores como Auster, no autores mercantiles, sino de los del oficio de escribir, del ritual de los cuadernos, las plumas, los lápices… de la metafísica del papel como lo denomina Auster. Una vez acabado el libro da la sensación de que pocas veces Auster ha hablado tanto de sí mismo como aquí, ni siquiera en el insustancial e insulso Diario de invierno.