domingo, 16 de agosto de 2015

CONCEPCIÓN DE LA HISTORIA DE LA LITERATURA SEGÚN TOLSTÓI

 El 29 de diciembre de 1906 el escritor Lev Tolstói escribía en su diario un agudísimo análisis sobre la historia de la literatura y como el paso del tiempo pone a cada obra literaria en su lugar.

" En la literatura contemporánea, se nos presenta como igualmente atractivo todo lo que se produce. Sin embargo, cuanto más atrás nos remontamos, menos hay que presentar: la mayor parte ha sido eliminada por el tiempo, y si vamos más atrás todavía, más ha quedado eliminado. Por eso son tan importantes los escritores de la Antigüedad. La literatura que se ns ofrece tiene el aspecto de un cono con la punta hacia abajo. Cerca de esa punta están la sabiduría brahamana, la sabiduría china, el budismo, el estoicismo, Sócrates, el cristianismo; después vienen, conforme se ensancha, Plutarco, Séneca, Cicerón, Marco Aurelio, los pensadores medievales; después Pascal, Spinoza, Kant, los enciclopedistas; después los escritores del siglo XIX y finalmente los contemporáneos. Es evidente que también entre los escritores contemporáneos hay algunos que quedarán, pero es difícil distinguirlos, en primer lugar porque son tantos que es imposible conocerlos a todos, y en segundo lugar porque como la plebe es siempre estúpida y carente de gusto, siempre se expone lo peor."

Diarios (1895-1910). Acantilado, 20003


 

viernes, 27 de junio de 2014

"Los dominios del Lobo", de Javier Marías



Hace ya algún tiempo que no escribo en este blog, lo cual no quiere decir que no haya dejado de leer y no haya continuado tomando notas de las lecturas que llevo a cabo; pero si no he publicado en todo este tiempo se debe sobre todo a esto último, es decir, todo lo que he escrito no deja de ser anotaciones, apuntes, o breves comentarios para desarrollar después, pero siempre en la esfera de lo personal ya que ninguna de todas estas notas están lo mínimamente presentables para poder salir a la luz.


Si en esta ocasión me he decidido a publicar mis impresiones a partir de la lectura de Los dominios del lobo, primera novela de Javier Marías, se debe, sobre todo, a dos razones: una, por lo que supuso esta novela dentro del panorama de la narrativa española de los años 70; y dos, por la concepción de la novela que ya apuntaba Marías en sus comienzos, y que lejos de abandonar esas ideas juveniles, como suele ocurrir, ha ido madurándola hasta convertirse en el escritor cuyo talento literario nadie pone en duda y con un personalísimo estilo.


Vaya por delante que esto no es una reseña al uso, pues apenas esbozo el argumento y poco más, ya que tampoco hay mucho que decir de una novela de iniciación; sin embargo, si enfatizo sobre ella es principalmente porque considero que las buenas novelas y la buena literatura en general son aquellas que permanecen invariables a modas pasajeras, y que siempre tienen algún valor por el que sobresalen, ya sean intrínsecamente literarios, o bien paraliterarios, como en este caso.





La primera novela de Javier Marías, Los dominios del lobo (1971), la escribió a los 17 años durante una escapada de mes y medio a París,  según cuenta en el prólogo de la edición de 1987, y cuya influencia son las ochenta y cinco películas que vio durante todo este tiempo; de ahí, como el mismo afirma, que sus personajes estén inspirados o, mejor, surjan de la oscuridad de una sala de cine.

Los dominios del lobo transcurre en los años veinte y treinta en Estados Unidos. Y como toda clásica historia, la víspera de empezar la tragedia nadie sospechaba nada; pero fue en otoño de 1922, tras la muerte de la tía Mansfield, que la familia Taeger empezó a derrumbarse. Una señal que nadie vio, pero que fue el detonante para que luego los tres hijos del señor Taeger, uno a uno, contribuyeran, con sus precipitados atajos hacia su destino, a alterar la vida y el prestigio de la familia. Y, de paso, crear la historia que merecía ser contada: la de tres huidas involuntarias hacia la fama por rutas diferentes y poco dignas, aunque uno llega al cine para convertirse en ídolo de la juventud. Surge así un relato muy americano, salpicado de historias antiguas y leyendas de tesoros que afloran en las voces de personajes que suelen tener mucho pasado que contar.

El estreno literario de Javier Marías, representó una novedad en el todavía acartonado y ceniciento panorama narrativo de los primeros setenta. Realmente este pastiche de las películas del cine americano que el entonces aspirante a escritor vio por docenas, como hemos dicho, ponía de manifiesto la necesidad de cambios en la literatura española del momento. La cultura cinematográfica se adentraba en la narrativa española sin reservas ni escrúpulos. En Los dominios del lobo se destaca el referente cinematográfico en un consciente y premeditado alejamiento de los supuestos de la realidad. El texto literario es un mundo autónomo que comienza y termina en las páginas del libro y que, además, no necesita tomar como modelo el mundo de las cosas reales, como venía siendo habitual. Los personajes planos y desdibujados, la trepidante acción de los varios y disparatados relatos que integran la narración, el desorden temporal y la descomposición del espacio son algunos de los factores en los que se basa este proyecto iniciático.

En esta misma línea, Carlos Barral, en un texto inédito escrito con motivo de la presentación de la novela a la prensa en el año 1971, sobre Los dominios del lobo, dirá:

“La aparición de un libro como el de Javier Marías constituye en sí misma una buena noticia dentro de la conflictiva actualidad de la novela española. Entre la generación del realismo, de la que tanto se ha hablado los últimos meses, y el imprevisible futuro de nuestra novelística, se han venido haciendo lugar últimamente unas cuantas novelas que revelan sobre todo la voluntad de "desprovincianizar" nuestra novelística y se caracterizan por la aclimatación de técnicas y procedimientos recientemente ensayados en otras literaturas. La novela de Javier Marías en cambio tiene todo el aspecto de un brote inclasificable, es como una espontánea manifestación de una generación nueva (¿tal vez también de una literatura nueva?), que no se avergüenza de la parte que en su mundo de referencias ocupan subculturas como la del cine o la de la música de entretenimiento, que, de una manera totalmente incalculada y espontánea, olvida que la congruencia del asunto es una condición para la validez del género. Más que la mayor parte de los experimentos estilísticos más recientes la novela de Javier Marías parece insinuar un camino hacia la renovación de la narrativa española contemporánea, tan vilipendiada.”

 

La generación literaria de Javier Marías

Del texto anterior de Barral se desprenden algunas afirmaciones muy interesantes, incluso algunas visionarias que han marcado tanto los inicios como su posterior trayectoria literaria.

En primer lugar, Barral habla de lo que supuso Los dominios del lobo “dentro de la conflictiva actualidad de la novela española”  que oscilaba entre el realismo social, que aún perduraba de la época anterior, y una nueva tendencia incipiente, mucho más universal, que intentaba aclimatar las técnicas y procedimientos narrativos que ya habían sido utilizadas en otras literaturas europeas a principios del siglo XX, (James Joyce, Proust, Aldous Huxley…),  y que debido a la represión y a la censura que vivió España una vez finalizada la Guerra Civil no fueron posible adaptarlas a nuestra literatura hasta principios de los años 60.

A Javier Marías se le ha incluido en la heterogénea Generación del 68, también denominado Generación del 70 o de "los novísimos". Con la censura y la represión ideológica propia de un régimen dictatorial los incipientes escritores que comenzaban o publicar en los primeros setenta aspiraban o superar el compromiso social que había abanderado lo generación literaria anterior, conocida como la generación del socialrealismo, deseo que se convirtió a la postre en un rechazo a toda la tradición literaria española. La experimentación formal, la investigación sobre el lenguaje, una actitud "escapista" y la reconversión de la cultura de los medios de comunicación de masas en materiales narrativos son algunos de los rasgos característicos de algunas de las novelas más representativas de esta época.

Desde que terminó la Guerra Civil hasta que Marías publicó Los dominios del lobo, la novela española había pasado por varias tendencias o corrientes literarias. Así, a la novela «existencial» de los años 40-50, La colmena, le sucedió la «social» de los 50-60, El Jarama, que fue reemplazada por la «estructural» o «dialéctica» de los 60-70, Tiempo de silencio; pero no será hasta principios de los años 70 cuando surja una nueva forma de hacer novelas, una novela más «escriptiva», según Gonzalo Sobejano, o metaliteraria utilizando una terminología más actual, cuyas obras más representativas sería la novela-poema, Saúl ante Samuel, de Juan Benet, y el ciclo  de Luis Goytisolo, Antagonía.

Aunque estas no fueron las únicas, existe ya una larga serie de novelas que anticipan formalmente la novela “escriptiva”, como por ejemplo: Ritmo lento, compuesta en forma de fragmentos de diario íntimo cuyo redactor observa su actividad narrativa y la enjuicia a menudo; Cinco horas con Mario, donde las citas bíblicas que inician los capítulos monodialogales en que se reparte el velatorio de la viuda marcan irónicamente una potencial intertextualidad obstruida a cada paso; Últimas tardes con Teresa, parodia de la novela social y, como tal parodia, burlesca crítica del modelo adoptado para destruirlo o reconstruirlo; La saga/fuga de J. B., parodia de la novela estructural y texto autocrítico por tal causa y por sus frecuentes reflexiones acerca de su propia hechura y su condición ficticia, legendaria, inverosímil o fantástica; El gran momento de Mary Tribune y Ágata ojo de gato, con sus constelaciones de citas literarias; y Oficio de tinieblas, 5, cuyas «mónadas» se producen en una esfera autónoma, al margen de la realidad, en un infierno de conciencia trasmutado en caprichoso ejercicio textual.


Javier Marías, un autor inclasificable

Sin embargo, parece ser que esta primera novela de Javier Marías, Los dominios del lobo, no estaría dentro de esta corriente metaliteraria más preocupada por los nuevos artificios y técnicas literarias empleadas en nuestra literatura tales como introducir al lector dentro de la ficción y mostrarle lo que es el proceso de lectura, es decir, lo que el  propio lector está haciendo en ese momento; examinar la relación entre realidad y ficción cuestionando a veces qué es realidad –si lo que quedamos en llamar  realidad no será una  invención del hombre- y qué  es ficción –si ésta no será  más bien otro aspecto de la realidad que por su dimensión o por su origen tomamos  por irreales, etcétera.

Quizás fuera Carlos Barral el primero que ya en 1971 vislumbrará ese carácter inclasificable de Marías, opinión que luego seguirá algún que otro crítico y escritor y que ha perdurado hasta nuestros días; y es que aunque nadie pone en duda la importancia de este autor en la narrativa moderna, además de ser muy apreciada fuera de nuestras fronteras, lo cierto es que su obra sigue siendo hoy mismo casi una desconocida para la crítica literaria española. 

Eduardo Mendoza es otro de los escritores que ha reflexionado sobre la dificultad de introducir la obra de Javier Marías en alguna de las muchas taxonomías, unas más adecuadas que otras, que elaboran continuamente sobre la  novela actual española.

Mendoza en un acertado artículo,  "El extraño caso de Javier Marías", analiza el “fenómeno Marías” y llega a la conclusión de que “la obra de Javier Marías crea un desconcierto incómodo. Nadie sabe muy bien cómo clasificarla ni  calificarla”.

“En mi opinión, la obra de Javier Marías crea un desconcierto incómodo. Nadie sabe muy bien cómo clasificarla ni calificarla. En la evolución de la narrativa española es una anomalía; no encaja en ninguna de las corrientes al uso, aunque tampoco las combate ni las impugna; sus virtudes y sus defectos no se pueden calibrar en relación a los cánones de la prosa española, habría que inventar nuevos adjetivos para unas y otros; su mundo literario es, en cierto modo, cosmopolita […] El resultado de todo ello es que Javier Marías ocupa un lugar inquietante por impreciso en la historia de la novela española reciente: no se le puede encasillar entre los seguidores de la vanguardia o los formalistas de los años sesenta, ni entre los narradores posmodernos de los setenta y ochenta, pero tampoco se puede negar su pertenencia a un grupo o al otro, porque de ambos participa con un raro equilibrio, que a veces juega en su contra, y otras (las más) a su favor. […]
[…] todo lo que escribe Javier Marías ha de considerarse como una aportación a la novela, tanto más cuanto más alejado parezca de este género. De lo que se trata, pues, no es de determinar si este libro, u otro cualquiera del mismo autor, puede calificarse o no de novela, sino qué aporta, o qué sustrae, a la novela española contemporánea.


 El concepto de novela en Javier Marías

Hoy en día, después de casi más de cuarenta años de esa primera novela, Los dominios del lobo, nadie pone en duda la maestría literaria de Javier Marías, pero quisiera destacar sobre todo, y retomando las últimas palabras de Mendoza, el valor que aporta Marías a la narrativa española y sobre todo, y lo que en mi opinión es más importante y define toda su obra, el concepto que tiene de la novela.

Para entender su concepción de la novela no podemos prescindir de la huella que dejó  un escritor como Juan Benet en Javier Marías. Esta influencia se fundamenta, sobre todo, en una misma concepción sobre la literatura en la que destaca el tratamiento del discurso, las palabras, la forma de los textos literarios. Benet creía que el escritor debía consagrarse a la búsqueda de su estilo propio, en especial del "alto estilo" o "estilo noble" que él encontraba en la prosa inglesa de, por ejemplo, Joseph Conrad y Faulkner. El argumento, la anécdota, la historia que cuentan los novelas son, así, menos importantes que el pasar de lo narración, la evocación de las palabras que, unidas todas, conforman el texto literario. De este modo, la tradicional idea de la novela como espejo de la realidad social es sustituido por el entendimiento de la novela como realidad lingüística: el texto literario es un mundo autónomo que no debe ser extrapolado a otras realidades.

De otro modo pero con igual significado Marías expresará su concepción de la novela en el epílogo a la edición de Los dominios del lobo de 1999:

“[tengo] la certeza de que las más notables y perdurables obras dadas a la historia por ese género poco definible y mal definido siempre, son obras que se han apartado sin vacilaciones de la convención y ortodoxia […]

Cada vez que leo u oigo decir a un escritor o a un crítico perogrulladas o tautologías como «la novela consiste en contar una buena historia bien contada»; o que «una novela debe tener personajes y argumento»; o «trama»; o que «debe reflejar la vida o la realidad o su época»; o que «sus elementos deben estar bien hilados y encajar entre sí»; o que «la historia debe cerrarse»; o que «todas sus partes y episodios han de ser pertinentes»; o cuando se critica que tal o cual factor « no añade nada al conjunto del relato»; o cuando se hacen loas al «placer de narrar»; o a la «fascinación de la intriga»; o al «quehacer artesanal de contar»… Cada vez que leo u oigo decir esas simplezas –y se repiten hasta la saciedad, al menos en España y similares­­–, primero bostezo, y luego no puedo evitar pensar que quedarían fuera de tales méritos, virtudes o cualidades, e incumplirían tales deberes, tareas o preceptos, la mayor parte de las obras maestras que ese género ha dado, desde el dispersísimo, digresivo, episódico, siempre impertinente y esforzadamente ampliado Quijote hasta el vaivén constante de las novelas de Bernhard, pasando por la narración sincopada e interrumpida y frenada por mil incisos y casi anárquica de Tristram Shandy, la discursivamente bélica o bélicamente discursiva Guerra y Paz, la abstraída y zigzagueante En busca del tiempo perdido, la microscópica lente aplicada a una boda en Madame Bovary, el estatismo vehemente de Lolita y la deliberante balbuciente, torrencial, atropellada y desdeñosa obra entera de William Faulkner.
Para mí el género novela es algo tan huidizo como abarcador […] cuanto más libre es una novela en su concepción y en su ejecución, cuanto más desenvuelto es quien la escribe cuando la escribe, cuanto más se atreve con control de su atrevimiento, cuanto más dispuesto está a contar a su manera (esto es, lo que le venga en gana, como le venga en gana y en el orden en que le venga en gana según sus propósitos y su plan), con más probabilidades contará su novela de durar y de ser releída una y otra vez –releída por los mismo lectores o por distintos y futuros, tanto da–, porque en ella habrá siembre algo nuevo o cambiante que descubrir o comprender. Sólo una historia, sólo una intriga, sólo un argumento por buenos que sean, o unos personajes graciosos o intensos o pintorescos o «entrañables» sin más, o una escritura meramente «donosa» u ornamental, no serán nunca nuevos ni cambiantes a la segunda vez, como tampoco lo sería un texto tan encajado y cerrado, tan hilado y liso y compacto, y todo él tan «pertinente», que a la primera lectura ya no dejara ningún resquicio: también se quedaría sin ningún misterio. Pero sólo se queda sin misterio lo que jamás lo ha tenido en realidad.”



Quizá esta cita es demasiado extensa pero creo que no es necesario añadir nada más sobre lo que Marías entiende por ese indefinible género, por más que intenten lo contrario, llamado novela; opinión que comparto en su totalidad.

ALGUNAS DE LAS NOVELAS QUE MARCARON LA DÉCADA DE LOS SESENTA - PRINCIPIOS DE LOS SETENTA



BIBLIOGRAFÍA: Gonzalo Sobejano, “Novela española contemporánea: la renovación formal (1962-1973)” en Biblioteca Virtual Cervantes.



viernes, 10 de enero de 2014

RECOMENDAR LIBROS, UNA ACTIVIDAD DE RIESGO



A finales de años, al igual que el  ya tradicional turrón, el cava y las cenas con los amigos o la familia, las listas con los libros más vendidos o los mejores del año vuelven a nosotros y se repiten sucesivamente inundando  todos los medios. Parece ser que el ganador indiscutible en cuanto al género de la novela se refiere es En la orilla de Rafael Chirbes; pero, casi con toda probabilidad, muchos de vosotros durante el pasado 2013 habéis leído algún libro que porque era demasiado delicado, raro o extemporáneo no ha aparecido en este tipo de listas. Libros que os han hecho soñar o ha devuelto la alegría a una mortecina y triste tarde de domingo; ha iluminado vuestro pensamiento y vuestra visión de las cosas e incluso os ha permitido pensar que podíais cambiar el transcurso de los acontecimientos, al menos los de la vuestra inmutable cotidianidad. Aun así, ¿os atreveríais a recomendarlos?
Roberto Merino escribió: “Recomendar libros es un ejercicio tan fallido como aceptar recomendaciones. En el trance de lectura no hay ninguna objetividad y la experiencia de leerlos es intransferible.”
Algo similar pensaba la excepcional ensayista y narradora inglesa Virginia Woolf: “…el único consejo sobre la lectura que puede dar una persona a otra es que no acepte consejos que siga sus propios instintos […] Aceptar autoridades –por muchas pieles y togas que luzcan- en nuestras bibliotecas y permitirles que nos digan como leer, qué leer, y el valor que le hemos de dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios.”
 

En mi experiencia, tanto profesional como lector, recomendar libros es una de las tareas más difíciles con las que me encuentro frecuentemente, y en las que he acertado con sugerencias casi tantas veces como he fracasado. Es habitual que en mi trabajo suelan pedirme una recomendación, y aun a sabiendas de que probablemente erraré, me arriesgo a ofrecerla; y si me equivoco no temo volver a hacerlo, pero si acierto, quizás ya tengamos un nuevo lector y la conversación literaria florezca.
El hábito de la lectura es subjetivo y esencialmente intransferible. Aunque la experiencia individual lectora no es incomunicable, a menudo nos suele ocurrir que nos faltan las palabras, que no sabemos cómo explicar en que consiste la grandeza de una obra literaria que nos ha emocionado. Cuando buscamos comunicar ese entusiasmo nos damos cuenta de que la obra en cuestión no trata sobre nada relevante, incluso al relatarla suena a una nimiedad que no parecía ser materia de alta literatura. Otras veces, no obstante, sí que logramos incluso transmitir esa emoción con tal efusividad que cuando nuestro interlocutor finalmente la lee, su decepción es mayúscula ante tal plétora de prodigios.


Los lectores acostumbrados a compartir sus lecturas saben que no existe una única lectura acertada. A menudo comprobaremos que la misma obra puede haber hecho las delicias de un lector y sumido en el tedio a otro, y seguro que ambas opiniones son plausibles. Esto es así porque no existe una única lectura, o lo que podríamos llamar lectura objetiva, lo que explica que una obra compleja genera reacciones disímiles, incluso hasta opuestas, sin que por ello ninguno de los lectores dejen de tener razón, incluso puede que suceda en uno mismo. ¿A quién de nosotros no se le ha caído de las manos un libro que de joven lo encandiló? ¿A quién no le ha sucedido alguna vez lo contrario? Cada cual acude a los textos literarios con su bagaje cultural, su experiencia de los asuntos humanos, su edad, sus predilecciones, su estado físico del momento, etc.
Pero también existen otro tipo de recomendaciones que no se limitan al amigo lector o a la persona en la que confíes tus gustos literarios. Existe un placer inconmensurable en descubrir nuevas propuestas literarias en el eco de otros lectores. Por ejemplo, en el caso del libro que estoy leyendo ahora, Tristram Shandy de Laurence Sterne, llegué a él a través de las extraordinarias recomendaciones de autores como Vila-Matas o Javier Marías. Tal vez, si esos grandes lectores, que a la postre son todos los buenos escritores,  hubieran dejado de comunicar su experiencia nunca hubieran podido terminar de conectar felizmente con la nuestra y hubiéramos podido llegar a ellos.

Por último, también podemos encontrar admirables hallazgos en las sugerencias de los críticos literarios. Estos, como especialistas en la materia que son, deberían ser los primeros a los que acudiéramos. Ahora bien, cuando hablo del crítico me refiero a aquel que es capaz  de hacer apetecible las obras valiosas; aquel que no se limita a descifrarlas con adusta terminología de profesor, sino que se toma la molestia de transmitir entusiasmo, humanizando generosamente sus textos críticos; aquel, pues, que explica con precisión y claridad las razones por las que destaca una determinada obra. Pero, si por el contrario, se limita a redactar un extenso resumen del argumento, o hacer publicidad encubierta de determinado autor con eslóganes del tipo: “lean sin falta la novela; no se la pierdan” y demás clichés, o a ejecutar un ajuste de cuentas pendiente con determinados autores o editoriales se está convirtiendo en un comerciante del mercado literario y  le  da la espalda o deja de lado su verdadera función que tan solo es traspasarnos la información para que después sepamos qué leer. Todo lo que se aparte de este cometido final desvirtuará por completo tanto su profesión como sus propuestas.
En conclusión, podremos admitir y aceptar las recomendaciones de los amigos en los que confiamos, consultar los suplementos culturales que se publican semanalmente, o leer a esos brillantes autores que descansan en nuestras bibliotecas, pero la recomendación por sí sola no es suficiente. Leer es un arte complejo, exigente, hay que estar dispuesto a entrar y habitar el libro con imaginación, a dialogar con sus personajes, incluso con su autor, y por último, y lo que es más importante, ante todo y sobre cualquier tipo de recomendación, sigamos siempre nuestro propio criterio.