Hoy es domingo por la tarde, el
verano se va evaporando como el gas del último trago de una botella de cerveza. Desde
mi ventana veo el ángulo de la calle iluminado por una inesperada luz teñida de
tonalidades distintas que no obstante me resulta familiar. Es la luz de
septiembre, que tiende su manto apenas perceptible sobre todas las cosas: sobre
los edificios y las calles, sobre la brisa y las nubes, sobre los parques y los
árboles.
La luz de septiembre tiene una eufonía
especial cuyas notas se tiñen de reflejos grisáceos, ocres matices, trazas de
un azul muy tenue, que da a los objetos una corporeidad que nada tiene que ver
con la del resto del año. Es como si adquirieran un volumen adicional contra el
fondo del lienzo en el que los objetos aparecen difuminados.
Después de los bochornos de agosto,
septiembre aparece ante nosotros como una nueva realidad, de algo que está por
venir, del
comienzo de un nuevo ciclo, de la ruptura con lo de antes y los retos que vienen.
Desde mi ventana veo también como
unos niños juguetean con una pelota, risas y algarabía, corretean felices detrás
de un abstraído perro que pasaba por ahí, ajenos a todo lo que sucede a su alrededor.
Mientras los miro siento con nostalgia como el verano se escapa, metáfora de la vida que corre ya sin freno. Echo la vista atrás
y tengo la sensación de que han sido unos meses en los que he iniciado muchas
cosas pero que no he terminado ninguna. El arte de no terminar nada como dijo Vila-Matas en un conocido artículo publicado en la prensa, y
que a su vez lo utilizó para titular el epílogo de su libro EL viajero
más lento. Por supuesto que no puedo ni de lejos compararme a los
escritores que cita en este epílogo: Lichtenberg,
Bolaño, Perec, Italo Calvino o Carlo
Emilio Gadda…, sin embargo es esa la sensación que tengo: muchas lecturas, anotaciones
dispersas, revisar todo lo que me había quedado pendiente, y sin embargo, todo
se ha quedado en eso, en simples esbozos de algo que algún día puede llegar a
materializarse, pero que hoy por hoy no son más que sucesión de palabras,
presencia simultáneas de los más heterogéneos acontecimientos esperando a ser desentrañados.
Este verano, he leído algunos libros y de muy
variada temática dependiendo del lugar y la hora en los que leía. A primera
hora de la mañana, cuando estaba más despejado, leía aquellos cuyo alto
contenido de ideas y referencias literarias artísticas y filosóficas requerían
una mayor concentración: Walden de Thoreau, Llibre d’absències, de Antoni Marí, y Les folies de Baudelaire,
de Roberto Calasso. Del primero me
he ha sorprendido sobre todo la actualidad de su mensaje y lo poco que hemos
avanzado en más de siglo y medio. Pero con el que más he disfrutado ha sido con
Llibre
d’absències, un recorrido por distintos artistas, escritores y
filósofos en su afán en abstraerse por completo de la realidad como medio de
alcanzar los condicionantes favorables que posibiliten cualquier
actor creativo. De esta lectura, me han interesado sobre todo las ideas
de dos poetas, Leopardi y Baudelaire, sobre las correspondencias que existen
entre el conjunto del mundo y el cuerpo del ser humano. De este libro pasé a
leer el de Roberto Calasso, en el
que se entrecruzan la narrativa, el ensayo, la crónica, la crítica y la
indagación biográfica alrededor del poeta flâneur,
Charles Baudelaire, y una ciudad
París.
Para la playa o el campo, elegía novelas más livianas,
de fácil lectura y escasa concentración: La verdad del caso Harry Quebert,
una novela policiaca provista de grandes dosis literarias, por los consejos que
se da a cualquier escritor novel y cuyo orden de los capítulos, del último al
primero, quieren añadirle una mayor originalidad, pero que no deja de ser un
redundante y flojo thriller. Para estos lugares también elegí otra que tenía en
mi libro electrónico, Derrumbre de Ricardo Menéndez Salmón. La escogí porque según decía la sinopsis era un thriller coral
sobre un monstruoso asesino. Pensaba que se trataba de una simple novela
policiaca más, sin embargo, muy satisfactoriamente, me equivoqué. L
Como en la época estival las
obligaciones son menores y también los compromisos, aprovecho también para leer
todos los suplementos culturales que no he podido hacerlo durante el resto del
año. En esta ocasión me he quedado fascinado con ciertos artículos dedicados a
las exposiciones artísticas que han tenido lugar la temporada pasada. Leyendo
estas reseñas he llegado a percibir las relaciones que existen entre
determinadas disciplinas del arte conceptual, la literatura y la vida misma. Por
ejemplo los diagramas de Ricardo Basbaum,
que siguiendo el itinerario iniciado por Nicolas
Bourriand o la línea orgánica de Ligia
Clark, funcionan como un hipertexto cuyo discurso visual y verbal nos
muestra entre líneas y palabras una representación del mundo como una maraña de
relaciones, sin atenuar en absoluto su inextricable complejidad, en un intento
de representar la presencia simultánea de los elementos más heterogéneos que
concurren a determinar cualquier acontecimiento, que, en definitiva, no son
otra cosa que una memoria dibujada de la trayectoria vital de cualquiera
de nosotros.
La memoria, salvaguardar la
memoria de las personas anónimas, es uno de los temas en el que centro mis
intereses últimamente. Hay dos conmovedoras novelas cuya escritura se focaliza
en preservar la memoria familiar: Las lágrimas de San Lorenzo y Nada
se opone a la noche. Ambas tratan sobre el tema de cómo el recuerdo de
las personas desaparecen con el tiempo. Hay un momento de nuestras vidas que
pensamos que jamás van a desparecer, y de repente dan un salto al vació y
desaparecen para siempre, como si nunca hubieran existido, todo lo más una leve
huella en la memoria de quienes todavía la recuerden, que durará mientras estos
vivan, porque ellos también desaparecerán un día.
Pasando de una lectura a otra,
entre artículos y referencias anotadas, no recuerdo bien cómo fue pero tropecé con el principio de incertidumbre de Heinseberg,
después de intentar averiguar en qué consiste esta ley física en varias páginas
de internet, todavía no he terminado por saber a ciencia cierta en qué consiste
realmente, pero lo que sí que sé, y es por lo que me llamó la atención, fue por
el alto contenido poético que guarda en sí mismo este principio. Como uno es
curioso, y aunque no termine nada, descubrí también por ejemplo que una de las
novelas de Goethe, Las afinidades electivas, corresponde también a un enunciado
físico-químico. Cuando leía esto tenía en mente, en mi opinión, uno de los
mejores poemarios contemporáneos: Metales pesados, en el que Marzal convertía de nuevo la física y
química en materia poética. A este respecto, encontré un número de la admirable
revista de poesía Litoral que le dedica un monográfico a esta extraña
simbiosis, extraña para nosotros que somos herederos del positivismo del XIX,
pero que según podemos leer en la didáctica introducción que Antonio Lafarque hace para este número, en la antigüedad clásica
la poesía era una ciencia más y no será hasta el siglo XIX cuando las humanidades
y ciencias se fueron alejándose en todos los ámbitos como si el hombre se
hubiera rendido ante la imposibilidad de abarcar aptitudes enciclopédicas en
varios frentes, hasta tal punto que August
Strindberg llegara a afirmar que “La literatura no sirve de nada. La
ciencia lo es todo”, sentencia de la que aún hoy parece que somos herederos.
Revisando las notas de las
lecturas pasadas volví a ley de la
serialidad de Karemmer de la que
hablaba Rosa Montero en su excelente
e inclasificable, en cuanto géneros literarios se refiere, obra, La
ridícula de idea de no volver a verte. A veces me había ocurrido que tras leer el
nombre de un autor, o el título de un libro por primera vez, o escuchar una
palabra o un concepto que desconocía por completo, y que, según yo pensaba, no
tenía conocimiento previo, al poco tiempo, volvía a ver o escuchar ese título,
ese autor, o esa palabra. Creía que era un hecho extraño que sólo me sucedía a
mí. Sin embargo, a través de Rosa
Montero averiguo que este hecho lo había estudiado el biólogo austriaco Paul Kammerer a principios del siglo XX.
Kammerer registró cientos de
coincidencias y cuyos estudios y conclusiones las explicó en su libro La
ley de la serialidad. Estas coincidencias se trataban sobre todo de
hechos que tienden a presentarse en secuencias y que él definió "como una
recurrencia coherente de cosas o acontecimientos similares que se repiten en el
tiempo o en el espacio sin estar conectados por una causa activa". Al
igual que los asteroides se juntan en el espacio bajo la influencia de la
gravedad, los sucesos fortuitos, según la hipótesis de Kammerer, también se agrupan. Fue como si Kammerer hubiese propuesto que un suceso mostraba afinidad con
otros sucesos causalmente inconexos pero que sin embargo, globalmente
compartían alguna forma o patrón global. El trabajo de Kammerer significaba un importante punto de partida pues proponía
una interconexión entre algunos sucesos fortuitos, presentándolos como
constituyentes de patrones más profundos del universo.
En fin, empieza un nuevo curso. De
repente, el verano queda atrás y nos vemos instalado en la rentrée. Una ilusión de renovación. Un propósito de enmienda. Una
letra firme y clara en el cuaderno en blanco. Comienza mi rutina y vuelvo a hacer malabares con las
horas del día para emprender nuevos proyectos y continuar dejando inacabados
muchos otros. Las lecturas heredadas vuelven a amontonarse sobre mi mesa, y
siento como vuelvo a dejar muchas cosas por hacer, otras tantas por terminar; pero
ya no me queda más tiempo, el otoño está a la vuelta de la esquina, los días
comenzarán a hacerse más cortos, la luz se tornará más pálida y la prisa y las
obligaciones y los compromisos se alojarán de nuevo insidiosos en nuestras
vidas.
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