No sé hasta qué punto somos
conscientes de que estamos asistiendo a una revolución sustancial en cuanto a
hábitos de lectura se refiere. Una multiplicidad de formatos diferentes:
internet, medios sociales, ebooks, chats, blogs, etc., y la variedad de textos
a los que nos enfrentamos diariamente, están transformando nuestras costumbres
lectoras, sobre todo en cuanto al tiempo que le dedicamos normalmente y al modo
de realizarla.
En este sentido, si ya la poesía
era un género minoritario, pues su lectura generalmente exige una mayor
concentración y más tiempo para su compresión y reflexión, en la actualidad,
con estos cambios, prácticamente ha quedado
poco menos que para profesores de literatura y eruditos.
El poeta, por lo común, busca a
través de la escritura su propio conocimiento, búsqueda que se fundamenta en la
dificultad de comunicación, y por lo tanto no está exenta de toda dificultad.
De ese modo el acto creador del poema tiende a mostrase como un denodado
esfuerzo, donde antes que aparezca el poema, surgen simplemente unas palabras
que hay que desarrollar posteriormente. Primero es una frase, unos versos ya
hechos, y a partir de ahí viene la elaboración. Generalmente, el ritmo de
composición de un poema es muy lento: el poema se desarrolla, crece, aumenta,
venciendo las dificultades, ya que el mayor obstáculo que se opone a la
creación reside en la palabra misma, pues de su claridad, precisión y poder
evocador depende el éxito del poeta.
De ahí la importancia que con
frecuencia tienen las propias “poéticas” de los poetas, entendidas éstas, sin
ánimo de una definición científica o academicista, como un texto literario en
el que un escritor teoriza y ejemplifica algunas ideas y preceptos en torno a
su poesía; es decir, una reflexión teórica alrededor de la propia producción
literaria, en la que, sobre todo, se tiene en cuenta todo lo que se relaciona
con la creación o la composición del poema, donde el lenguaje, la palabra, el
quehacer poético, se convierten en poema mismo. Así pues una “poética” no es
más que una autorreflexión sobre la poesía, la palabra que se nombra a sí
misma, una poesía que no denota ni connota ninguna realidad fuera del propio
poema. Son versos que reflejan en última instancia una interesante reflexión:
la primacía de la palabra sobre los demás elementos que integran el poema.
Ángel González (1925 - 2008), a parte de las “poéticas” que escribe
sobre su propia poesía en Muestra, corregida y aumentada, de algunos
procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente
comportan (1976), le dedica un interesante poema a su admirado Juan Ramón Jiménez, cuyo descubrimiento
significó para él, como lo había significado para los autores del 27, una
apertura hacia nuevos caminos del lenguaje.
J.R.J.
Debajo del poema
—laborioso mecánico—,
apretaba las tuercas a un epíteto.
Luego engrasó un adverbio,
dejó la rima a punto,
afinó el ritmo
y pintó de amarillo el artefacto.
Al fin lo puso en marcha, y funcionaba.
—No lo toques ya más,
se dijo.
Pero
no pudo remediarlo:
volvió a empezar,
rompió los octosílabos,
los juntó todos,
cambio por sinestesias las metáforas,
aceleró...
mas nada
sucedía.
Soltó un tropo,
dejó todas las piezas
en una lata malva,
y se marchó,
cansado de su nombre.
Prosemas o menos (1985)
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