Hay veces que un libro se cruza
en tu vida de una forma inesperada. Curiosamente no sabes nada de él, ni
tampoco has leído ni oído nada con anterioridad, pero de repente, ahí está,
aparece delante de ti, y algo muy dentro te dice que no debes dejar pasar la
ocasión. Esto no es un hecho que ocurra
frecuentemente, pero por eso mismo, por lo inusual que resulta, nuestra
experiencia lectora nos dice que debemos leerlo cuanto antes.
Una lectora nada común de Alan Bennett es uno de esos extraños
libros. La protagonista de la historia, como ya podemos adivinar por la
fotografía de la portada, es la reina Isabel II de Inglaterra. En realidad, de
ella poco o nada conocemos, aparte de los datos puramente históricos, o las
relaciones de sus familiares tan aireadas en la prensa rosa; pero por el
contrario, de su faceta más íntima lo ignoramos todo. La imagen que tenemos de
ella es la de una persona hierática, fría, con la majestuosidad propia de su
rango. Ahora bien, Bennett en este libro plantea una cuestión insólita: ¿qué sucedería
si la magna soberana de repente se aficionara a la lectura? Y en una vuelta de
tuerca más: ¿qué ocurriría si esa nueva afición le condujera a las cotas más
altas de la literatura y le llevara a cuestionarse su disciplinada y discreta
forma de vida que ha llevado durante tanto tiempo?
Una lectora nada común no
es otra cosa que la historia común de la mayoría de los lectores. La reina,
tras entrar en contacto con los libros, y descubrir ese nuevo mundo de
distintas alternativas que le ofrecen, se transforma, por qué no decirlo, en
una bibliótropa, en una amante de la las letras, cuyo poder hace que pase de su
hieratismo, su frialdad y su seguridad en sí misma, a una nueva situación
totalmente incontrolada, a un nuevo deseo de vivir la vida de forma radicalmente
diferente, y a una repentina y constante inseguridad. Como todos sabemos, los
libros ponen en evidencia que el mundo es más complejo de lo que parece a
simple vista, y que todo depende de la perspectiva que se adopte.
La novela, aunque por su extensión estaría entre la imperceptible barrera entre la novela corta o el relato, no es más que una sucesión de reflexiones acerca del poder de la literatura. Lo cierto es que no es mucho más, no hay intriga, no hay acción, y sin embargo, plantea de una forma agradable y divertida la fascinación que siente un lector por los libros, al mismo tiempo que nos hace partícipe de un proceso de aprendizaje: “Es cierto que al principio leía con temor y cierta desazón. La propia infinitud del número de libros era un desafío y no sabía por dónde continuar; […] La fase siguiente fue cuando empezó a tomar notas, y a partir de entonces leía siempre con un lápiz a mano, […]. Sólo al cabo de un año, más o menos, de leer y tomar notas se aventuró a apuntar algunos pensamientos propios.”
No obstante, no hay que tomar
este aprendizaje como algo relacionado con el saber enciclopédico, sino con un
saber que va mucho más allá, un saber intangible y tan poco considerado hoy en
día, que tiene más que ver con la capacidad de asombro, con el nivel de
conocimiento de uno mismo y con el de la naturaleza humana. Según va avanzando
la Reina en sus lecturas, su sensibilidad va cambiando de una forma tan intensa
como inapreciable. Puede que se haya vuelto mejor persona, o al menos más sensible
a las circunstancias de los demás, pero también más escéptica. Casi al final de
la novela afirma: “No pones la vida en
los libros. Encuentras la vida en ellos.”
Ocurrente, irónica e incluso a
veces irreverente, extraordinariamente la reina como personaje experimenta las
mismas sensaciones que cualquier lector
ha vivido al encontrarse de verdad con los libros: su redescubierta pasión
bibliófila le aparta de su vida real, descuida sus quehaceres reales, y lo que es
más importante su regia actitud es totalmente contraria pues una reina más que
interesarse por todo debe parecer interesante, pero ni mucho menos expresar sus
propias opiniones o enjuiciar a los políticos como acabó haciendo. Es el
contagioso resultado de la epidemia de las letras.
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