El verano está dando los últimos
estertores. La gran mayoría de nosotros ya hemos regresado de nuestras
vacaciones. Como de costumbre los destinos siempre son de los más variados:
habrá quien haya preferido aislarse en un recóndito lugar de la montaña; otros
que por fin han podido realizar ese viaje anhelado durante tanto tiempo; por
supuesto, el mar habrá continuado siendo el destino más elegido; una gran
parte, habrá regresado al pueblo de sus mayores en busca de sus raíces, o de un
turismo más económico. Yo me encuentro en el grupo de los que siempre elijo una
ciudad como destino para escaparme.
Mis ciudades preferidas son
aquellas que puedo localizar en un atlas de geografía literaria. Ciudades que,
gracias a la genialidad de algunos escritores, han alcanzado la esfera de
espacios míticos: la Florencia de Stendhal,
la Praga de Kafka, el Dublín de Joyce,
la Lisboa de Pessoa o la Alejandría
de Durrell, por poner solo unos
ejemplos de los múltiples que nos podemos encontrar. Todas estas ciudades, al
margen del país o continente que se encuentren, configuran un paisaje
espiritual y mental tanto de los grandes escritores de nuestro tiempo como de
una gran parte de nuestra historia.
Es cierto que a través de la
peripecia vital de los protagonistas, la novela moderna está íntimamente unida
al espacio urbano y a su arquitectura, y para lograrlo, el narrador toma
aquello que nos permite recorrer los espacios, entrar a los lugares, mirar el
mundo urbano para descubrirnos nuevos lugares. De ese modo el autor no ofrece
una descripción de la ciudad o del espacio narrativo que encierra un
significado más profundo, ya que cuando vamos concibiendo esos lugares, según
avanzamos nuestra lectura, vamos recreando una visión de la ciudad que no
necesariamente tiene que coincidir con la real, o con la de otros lectores. Esa
es la gran magnitud de la lectura, la posibilidad de crear espacios,
situaciones o personajes únicos e inigualables.
Desde hoy, y en días sucesivos,
colgaré en este espacio bibliófilo una postal literaria de cada uno de los
lugares que he visitado este verano. Estas postales son mucho más que el
recuerdo de una lectura estival, son también unas recomendaciones literarias a
las que podéis acercaros en cualquier momento en el que os sintáis un tanto
distraído ante la avalancha de novelas exprés (recordad aquellos que se encargan,
se escriben, se imprimen, se televisan, se compran, se retiran, y se destruyen)
que nos propone la rentreé editorial.
La mayoría de estos libros han superado con éxito la criba del tiempo por lo
tanto son sugerencias que no suelen defraudar, y que casi con toda seguridad os
hará pasar un buen rato.
Paul Auster, La noche del oáculo. |
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