Cuando vi la ilustración
de David Pintor en el libro de Relatos de Opticks Magazine que os enseñé en la
entrada anterior, enseguida pensé: ¿cómo se hará a partir de ahora en los
libros electrónicos?
Los libros, a parte de
las de las historias que contienen, también han tenido una utilidad singular a
modo de pequeño estuche para guardar aquellas pequeñas piezas de un interés
especial y que quisiéramos que permanecieran inalterables. Durante una época, era frecuente que nuestras abuelas, por ejemplo, guardaran
algún que otro billete en aquella vieja enciclopedia que ya nadie consultaba. Lo
mismo ocurría con la foto de aquel novio que se tuvo un verano y que ya
amarillea entre las páginas del libro
que se leía mientras se tomaba el sol; o
aquellas flores que se guardaron junto a los poemas de Neruda, recuerdo
de un amor juvenil.
A mí siempre me ha
llamado mucho la atención el libro que llevaba el conde László Almásy en la
película EL paciente inglés. El libro en cuestión, según aparece en la
novela homónima de Michael Ondaatje, es un ejemplar de la Historia de Herodoto, pero lo
que más me atraía de él era como el libro había aumentado considerablemente de volumen, pegando páginas recortadas de otros libros, añadiéndole mapas, conservando
fotografías, o utilizando el espacio en blanco para hacer sus propios
dibujos o escribir sus reflexiones a modo de un diario.
Precisamente la
Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid ha organizado una curiosa
exposición, “Cápsulas del tiempo. Objetos encontrados en los libros” que trata
de todo esto, de los objetos que los lectores han ido dejando durante siglos
entre las páginas de los volúmenes que forman la Biblioteca.
Si queréis ver la
exposición virtual, os dejo el enlace, y
podréis comprobar como los libros son algo más que un objeto de lectura, son la
huella y la memoria de un lector, y de un fragmento de nuestra vida.
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