Me gustan las novelas que incluyen tales
digresiones que, absortos como estamos en su lectura, somos incapaces de
recordar cómo diablos hemos llegado hasta donde quiera que estemos en ese
momento. Al mismo tiempo, disfruto con esos escritores que asombrosamente se
las arreglan para que la relación entre la primera y la segunda línea sea
totalmente lógica, y entre la segunda y la tercera también, y así, sucesivamente,
hasta que llega un punto que no logramos entender cómo de esa afirmación de la
primera línea hemos podido llegar a la aseveración de la última.
Del mismo modo, uno se levanta de la cama y repite
en un orden lineal los mismos gestos y costumbres adquiridas hace ya algún
tiempo: el primer café de la mañana nada más levantarse, afeitarse, ducharse,
un beso de despida a tu pareja, y sales por la puerta de tu casa con destino al
trabajo. Entonces comienzas a recorrer el mismo itinerario de todos los días,
tal y como lo vienes haciendo durante los últimos años, sin apenas variación, reconociendo
las caras ya habituales a esas horas, cegándote esa rebosante primera luz de la
mañana en ese cruce de calles que siempre te has de parar como si de él
dependiera tu destino, y, sin embargo, aunque vayamos repitiendo las mismas
acciones día tras día nunca llegaremos a saber con total seguridad a dónde nos
conducirá el siguiente paso.
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