Hay libros que quisiéramos que no
terminaran nunca, que sus historias, personajes y escenarios continuaran más
allá de la última página. La noche del Oráculo, de Paul Auster, es para mí uno
de esos libros: su historia y sobre todo Brooklyn permanecen ya muy dentro de
mí; y no porque haya vuelto de nuevo con la lectura de Llámame Brooklyn de
Eduardo Lago, cuyas semejanzas van mucho más allá del simple escenario, y de
las que ya comentaré, sino porque las experiencias narradas, la música, la
comida, el ambiente, y sobre todo Brooklyn y sus calles, ya forman parte de mi
cartografía particular.
La trama argumental de La noche
del Oráculo es muy sencilla: la relación triangular, con sus intrigas y
desmanes, del escritor Sidney Orr, su esposa Grace y su colega John Trause. Sin
embargo, la novela de Auster es, afortunadamente, mucho más que eso. Alrededor
de esa simple excusa literaria se vertebran otras historias que salen y entran
al texto con una dinámica vertiginosa; historias dentro de historias que
cuentan otras historias y que se relacionan como espejos enfrentados.
Ante tal maraña, una de las
cuestiones principales que subyace no es otra que una cuidada y acertada
reflexión sobre el proceso de empezar a escribir:
“Puse un cartucho de tinta en la pluma, abrí el cuaderno por la primera hoja y me quedé mirando la primera línea. No tenía ni idea de cómo empezar. El objeto del ejercicio no consistía en escribir algo concreto, sino en demostrarme a mí mismo que aún era capaz de escribir: lo que significaba que no importaba tanto lo que escribiera como el hecho de escribir algo. Cualquier cosa hubiese servido, cualquier frase habría sido enteramente válida, pero aun así, no quería empezar el cuaderno con alguna estupidez, de modo que me quedé a la expectativa frente a la página cuadriculada, mirando las hileras de tenues líneas azules que se entrecruzaban en la blancura del papel convirtiéndolo en un campo de diminutos e idénticos cuadrados, y mientras dejaba vagar mis pensamientos por aquellos recintos tan finamente trazados recordé una conversación...”
El pretexto que utiliza Orr para
terminar con esa terrible sensación para un escritor como es la imposibilidad
de escribir, no es otro que el pasaje de El halcón maltés, de Hammett, en el
que Flitcraff, tras salvar su cuerpo en un accidente, decide cambiar el rumbo
de su vida, aceptando la manipulación del azar. Y así surge la novela dentro de
la novela: Orr, a imitación de Flitcraff, crea el personaje literario de Nick Bowen, un
editor neoyorquino, que recibe un manuscrito perdido hace unas décadas, de la
enigmática escritora Silvia Maxwell, La noche del Oráculo, quien después de
salvarse de morir de milagro decide abandonarlo todo por completo, para
empezar de cero otra vez, por lo que toma el primer avión que sale de Nueva York,
y termina llegando a Kansas City. Así que, por una parte, nos encontramos
ante la ocurrido al fugitivo Nick Bowen, que, además, se lleva consigo la
misteriosa novela de Silvia Maxwell, y por potra, la historia personal de Orr,
narrada en primera persona, y otros
relatos, como el guión cinematográfico que tiene que escribir para conseguir el
dinero que necesita.
De ese modo el lector va entrando
y saliendo, sin apenas darse cuenta, de una y otra historia, pasando de un
plano “real”, la historia del escritor bloqueado, Orr, a uno “ficcional”, la del
editor Owen, de tal modo que ésta última va adquiriendo tal consideración en el
devenir de la narración, que, al final, lo que no es más que un ejercicio de
composición, un intento de volver a escribir, la historia de Nick Bowen, puede
resultar incluso decepcionante, ya que, ante la incapacidad del escritor de
darle una solución real a la ficción narrativa, se queda estancado y no sabe
cómo resolverla, por lo que nosotros nunca sabremos cómo termina ese relato.
Creo que este hecho en sí, no tiene más importancia que corroborar esa idea
expresada anteriormente del bloqueo narrativo, que el personaje creado por Orr
salga o no de ese cubículo es intranscendente, lo verdaderamente importante es
como Auster nos muestra el proceso creativo literario y como muchas veces, una
historia que aparentemente se muestra como sólida, se va desmoronando ante el
rumbo que van tomando los hechos. Al fin
y al cabo, el terminar un relato la mayoría de las veces no es más que un tributo
que hay que pagar para hacerlo verosímil. De ese modo, lo que nos queda es la
narración pura sin la servidumbre de la coherencia que exige la realidad.
A todo esto además hay que añadir
las trece notas al pie de página, un recurso tan académico que también duplican la novela, oponiéndose como
contrapunto textual o paralelo narrativo. Sin embargo, Auster transforma el
lugar de la nota al pie pues no son frases aclaratorias en letra menor, sino
textos narrativos con identidad propia, lo que quizás nos lleve a preguntarnos
por qué no incluyó estos párrafos dentro de la historia principal.
Y esto sólo en cuanto a lo referente a la
estructura narrativa, una de los grandes valores de la novela, pero La noche
del Oráculo, no es simplemente una
novela técnicamente perfecta, sino que pertenece a ese tipo de novelas
que son necesarias leer con un lápiz y un cuaderno al lado para ir tomando nota
de todas las referencias culturales que cita, como las del pintor favorito de
Beckett, Hammett o Wells, cuya opinión sobre la posibilidad de viajar en el
tiempo merece una atención aparte, las atinadas reflexiones sobre la vida de
los escritores, de verdaderos escritores como Auster, no autores mercantiles,
sino de los del oficio de escribir, del ritual de los cuadernos, las plumas,
los lápices… de la metafísica del papel como lo denomina Auster. Una vez
acabado el libro da la sensación de que pocas veces Auster ha hablado tanto de
sí mismo como aquí, ni siquiera en el insustancial e insulso Diario de
invierno.
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