Circula una anécdota por la red
que cuenta como un día una mujer le pidió a su
marido que escribiera un justificante para su hijo que había llegado
tarde a la escuela el día anterior. Mientras ella se afanaba en preparar al
niño y no llegar tarde de nuevo, el hombre se debatía en la mesa de su estudio
con el dichoso justificante: quita una coma, vuelve a ponerla, cambia el orden
del adjetivo, tacha una frase, la reescribe… hasta que la mujer viendo que se
le volvía a hacer tarde, le arranca la hoja de las manos, escribe rápidamente
dos líneas, la firma y sale corriendo. Lo que aparentemente era un simple
justificante escolar, para el marido, un escritor, se había convertido en una
intrincada cuestión de eficiencia y estilo.
Aunque parezca una paradoja, lo
cierto es que sólo los escritores tienen verdaderos problemas con la escritura.
No es extraño que este pueda pasar toda la noche en vela hasta dar con el
adjetivo apropiado, Gabriel García
Márquez tardó tres meses en encontrar uno para Cien años de soledad; el
tiempo les pasa inadvertido reescribiendo el mismo texto una y otra vez, de
todos es conocidos que Flaubert tardó cinco días para lograr una frase o que La
Fontaine tardara diez años en escribir sus fábulas.
Escribir bien quizás pueda ser
una de las tareas más difíciles que exista: se brega por el sustantivo o
adjetivo preciso, por la conjunción que une en perfecta simbiosis dos
oraciones, o por el enigmático uso del punto y coma, capaz de callar lo que no
es necesario decir, porque las palabras sean capaces de componer por si solas una
bella melodía… Cuanto más se escribe, mayor es la certeza de que menos se sabe
escribir, y esto lo saben todos los escritores de verdad, -no aquellos que dos
veces al año publican una novela, llevan un blog diario, y publican artículos
semanalmente en revistas de moda-, para quienes la vida, casi obsesivamente,
está hecha de palabras.
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