Ray Bradbury, fallecido el pasado
martes, era un gran bibliotrópata. Su relación con las bibliotecas comienza
desde bien niño, cuando se llevaba más libros de los que su diminuto cuerpo
podía soportar. Desde entonces no ha dejado de frecuentarlas; durante mucho
tiempo las bibliotecas fueron su verdadero hogar. Los primeros cuentos los
escribió en el sótano de la biblioteca de UCLA, donde alquilaba una máquina de
escribir por 10 centavos la media hora. Allí, según cuenta en el postfacio que
escribió para Fahrenheit 451 en 1993, pasaba todo su tempo, escribiendo en el
sótano, y subiendo arriba a la biblioteca a “sacar
libros, escudriñar páginas, respirar el mejor polen del mundo, el polvo de los
libros, que desencadena alergias literarias”.
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