Según Vila-Matas, par el
escritor norteamericano Kurt Vonnegut,
seguramente que en una visión bastante reduccionista del caso, las tramas
literarias era más bien pocas y siempre las mismas, a saber: “alguien se mete
en un lío y luego se sale de él; alguien pierde algo y lo recupera; alguien es
víctima de una injusticia y se venga; dos se enamoran, y mucha otra gente se
entromete; una persona se enfrenta a un desafío con valentía, y tiene éxito o
fracasa; alguien inicia una investigación para conocer la verdad de un asunto,
etcétera”. Por lo tanto, para Vonnegut
no había que dedicarle mucha importancia a la trama. Para él, lo verdaderamente
importante, lo único que diferencia una novela de otras y que la hace original
es el estilo.
En el caso de la novela de Eduardo
Lago, Llámame Brooklyn, podemos constatar como esta peculiar idea es
bastante cierta. La trama argumental es sencilla: Néstor Chapman, un
colaborador de un periódico español en Nueva York, recibe un comprometedor
encargo de manos de su amigo el escritor Gal Ackerman, terminar el libro que
lleva entre manos si algo le sucediera antes de que pudiera darlo por
finalizado. Como podrán imaginar, así sucede, y, comprometido como estaba con
Ackerman, se siente obligado no sólo a leer y ordenar sus cuadernos, sino
también a impregnarse de él, de tal modo
que en la versión final de la novela, los estilos y las personalidades de ambos
se mezclan de forma inseparable.
Cuando empezamos a leer la novela, lo primero que nos llama la atención es
ese carácter disperso, con saltos en el tiempo y en el espacio, y que no es
otra cosa que todo el material legado por Ackerman y que el periodista intentará
ordenar y dar forma. Éste, casi al final de la novela, reconoce que “Gal Ackerman tenía una mente fragmentaria.
Escribía constantemente, pero no era capaz de imprimirle un sentido de
totalidad a lo que hacía”. Y esa misma mente fragmentaria, junto con los
recuerdos entrecruzados de ambos personajes, sus escrituras y sus diálogos
–reales e imaginarios-, las obras literarias de Ackerman, las cartas de ambos,
fragmentos de sus diarios, con sus páginas en blanco y sus ausencias, en definitiva
toda su memoria escrita, es Llámame Brooklyn. Una novela donde
su autor ha renunciado a ofrecernos una única visión lineal, y, por el contario,
nos propone un argumento totalmente fraccionado y que el lector ha de
recomponer contando con la ayuda del narrador. Éste, a su vez, no se limita
únicamente a una primera persona, sino que de un narrador omnisciente da paso a
numerosos narradores con visiones contrapuestas en ocasiones, complementarias
en todas. Por así decirlo, al final el lector es esa pieza fundamental o ese
engrudo que sirve para encajar y sostener ese puzle que es el libro y que
contiene el tema de la novela y el modelo formal, y donde el proyecto
estructural y la poesía más alta conviven con asombrosa naturalidad.
A diferencia de la novela clásica decimonónica donde ha de privilegiar
siempre la trama, Lago, con el
pretexto dar forma a la novela inconclusa de Gal Ackerman termina por hablar de
todo, y para eso le basta con asociar cualquier idea con el verdadero tema
central, que en realidad está ausente.
Así, lo que el autor nos muestra es un atractivo método de composición,
bastante alejado de todos los dogmas clásicos sobre la novela, sustentado en
libres asociaciones de ideas, asociaciones que se despliegan en un inmenso
tapiz, que es el libro de Ackerman, y que al dispararse en todas los
itinerarios posibles, acababa por convertirse en inagotable.
Pero Llámame Brooklyn no es solo una novela de estilo, también es
una narración sobre cómo escribir una novela, repleta de alusiones literarias
desde los versos iníciales de Paul
Valéry, a los relatos de Truman
Capote, o los del olvidado Alston
Hughes, poeta que, según las propias palabras de Lago, existió de verdad y publicó su correspondencia con María Zambrano, sin olvidar, por
supuesto, el formidable relato del casual encuentro con el inaccesible escritor
norteamericano Thomas Pynchon.
Casi que con toda seguridad, para Lago
hubiera sido más fácil hacer un retrato lineal de la vida del escritor
americano Gal Ackerman, pero ha optado por una de las vías menos previsibles en
el desarrollo argumental y ofrecernos una novela que es una verdadera celebración
del poder de la palabra escrita, y de la literatura en el sentido más auténtico.
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