viernes, 8 de febrero de 2013

UNA MEDITACIÓN PARA UN VIERNES DE CARNAVAL



Me gustan las novelas que incluyen tales digresiones que, absortos como estamos en su lectura, somos incapaces de recordar cómo diablos hemos llegado hasta donde quiera que estemos en ese momento. Al mismo tiempo, disfruto con esos escritores que asombrosamente se las arreglan para que la relación entre la primera y la segunda línea sea totalmente lógica, y entre la segunda y la tercera también, y así, sucesivamente, hasta que llega un punto que no logramos entender cómo de esa afirmación de la primera línea hemos podido llegar a la aseveración de la última.

Del mismo modo, uno se levanta de la cama y repite en un orden lineal los mismos gestos y costumbres adquiridas hace ya algún tiempo: el primer café de la mañana nada más levantarse, afeitarse, ducharse, un beso de despida a tu pareja, y sales por la puerta de tu casa con destino al trabajo. Entonces comienzas a recorrer el mismo itinerario de todos los días, tal y como lo vienes haciendo durante los últimos años, sin apenas variación, reconociendo las caras ya habituales a esas horas, cegándote esa rebosante primera luz de la mañana en ese cruce de calles que siempre te has de parar como si de él dependiera tu destino, y, sin embargo, aunque vayamos repitiendo las mismas acciones día tras día nunca llegaremos a saber con total seguridad a dónde nos conducirá el siguiente paso.


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